Murciélagos en horario nocturno y alevoso, pancartas ridículas y un choque lleno de esperanza blanquiazul, más por el hecho de ser un choque clásico de Primera División, por volver a revivir viejas sensaciones, que por las ansias de victoria.
Y así fue que, entre transiciones y vaivenes, primero un golpe y luego otro. Dos balones a la espalda, dos bofetadas en la cara del ‘debutante’; dos a cero en media hora y la ilusión por la borda, que no desbordada. No obstante, la defensa -perdida y con errores de equipo menor-, no obviaba las buenas sensaciones que dejaba el equipo a partir de mediocampo: toque suave y certero, velocidad, asociación, permutas, cambios de juego y ritmo, llegadas continuas al área… El Deportivo comía terreno y crecía a cada jugada, a cada minuto. Recortó distancias, pero sufrió otro gancho doloroso en una nueva pelota al espacio. No se quedó en la lona. Se levantó el equipo y siguió con su idea, cada vez más despojada del miedo inicial. Mucho había de valiente en el planteamiento. Y mucho tiene que ver el mismo en esos goles encajados: para jugar al ataque, para querer jugar la pelota y llegar con hombres al campo rival, la defensa no puede estar encajonada y arropada en 30 metros junto con el resto del equipo. Todo lo contrario. José Luis Oltra asumió, tanto sin marcador como con él en contra, la filosofía del riesgo. Una filosofía que viene siendo, hasta la fecha, uno de los mejores avales del preparador valenciano.
Y, como su técnico, salió el Dépor en la segunda mitad con más vehemencia que nunca; esto es, apasionado y con ímpetu al ataque, irreflexivo y sin pensar en las consecuencias, a buscar la porteria rival y hacer daño a un Valencia acomodado en un marcador plácido frente a un recién ascendido. Pero la cenicienta blanquiazul cambió el orden del cuento y desplegó sus armas con más fiereza, decisión y categoría. Un intercambio de golpes contra un rival exhausto tras la presión inicial, lastrado con Parejo en el lugar de Gago y sorprendido por el descaro blanquiazul y la calidad a ritmo vertiginoso de Pizzi, Bruno Gama o Riki, la clase de Valerón o el empaque de Abel Aguilar. Fue, sin embargo, en las acciones menos brillantes dónde llegaron los goles, de justicia y total merecimiento. Y hasta ahí, pues en el tres a tres todo se frenó y tornó el partido en un sesteo generalizado. No están las piernas para un ritmo intenso durante noventa minutos.
Cuesta imaginar un partido del Dépor con tal atrevimiento en los últimos años. Antes de Oltra, ni siquiera en los partidos de Riazor. Todavía es el segundo partido y las plantillas siguen aún en construcción, pero el ideario está marcado de antemano, cada vez más instaurado en un conjunto que arrastra una tremendamente positiva dinámica ganadora. Por norma, los comienzos de los que estrenan categoría tras un año en el infierno suelen ser explosivos, ardientes y esperanzadores, sorpresivos. Como un niño con un juguete nuevo, los partidos se disfrutan en cada lance, en cada acción, con una intensidad heredera de la ilusión por competir al más alto nivel, cerca de los focos. Pero, aún con todo, la línea a seguir camina en dirección opuesta a la de otras campañas. Cosas de la vehemencia, supongo.
Así pues, nueve altas, cuatro puntos y cinco goles después, la ilusión está ya calada entre la afición y los sueños reflejan cotas mayores que la permanencia, pues si se supera el desequilibrio defensa-ataque, la calidad, el ‘punch’ y la chispa veloz, talentosa y asociativa de la que goza el equipo ofensivamente pueden marcar diferencias en la época de la austeridad. Partido a partido, fortaleza en Riazor y que siga la vehemencia a domicilio. Piano, piano, si va lontano.