Como regalo de cumpleaños, como agradecimiento a tantas temporadas defendiendo los colores del Deportivo, nuestro pequeño homenaje a un hombre grande. Vuelve ‘Perfiles’ de la mano del fino mediapunta de Arguineguín.
Desde muy pequeño, dando continuidad a la pasión futbolera existente en la familia, y como muchos otros niños de la zona, Juan Carlos Valerón Santana se lanzó a las calles de Arguineguín, dónde nació un 17 de junio de 1975, para disfrutar con una pelota; para forjar un mito desde la concepción pura del juego, ajena a presiones, ataduras y sistemas. Allí, en aquel paraíso terrenal, en aquel lugar idílicamente propicio para alumbrar talento, el fútbol no era más meta para él que la de llegar al modesto club del pueblo. No eran todavía tiempos de cazatalentos ni de niños exiliados sacrificando una vida por hacerse un hueco en alguna de las canteras fuertes del territorio español; aunque lo fueran, seguramente ni él ni su familia hubieran afrontando tal empresa, pues no concebían tales responsabilidades a tan temprana edad. Con una familia unida, de ideas claras y sensatas, además de fuertemente ligada al evangelismo, los valores se situaron por encima de cualquier otra cosa en la persona de Valerón; los valores y la pausa y paciencia necesarias para dejar que su talento, futbolístico en este caso, se desarrollara por sí mismo y solo en el caso de que tuviera que hacerlo, de manera natural.
Y así fue transcurriendo la infancia del futuro 21, entre familia y fútbol, con el indispensable apoyo de su padre –mentor vital, esforzado artífice logístico-, pero jugando por diversión y sin plantearse el profesionalismo hasta la llegada de dos hechos que marcaron su desembarco en el fútbol de élite: su paso al Arguineguín, de Tercera División y en dónde conoce a Juan Manuel Rodríguez, y el fichaje de su hermano Migue por la Unión Deportiva Las Palmas, un paso complicado por aquel entonces en las islas para un chico del sur y que a lo postre se convertiría en factor decisivo para la incorporación del desgarbado Juan Carlos a la cantera amarilla.
Ya en el Arguineguín, la Unión Deportiva le llama, como un año atrás había hecho con su hermano, para formar parte del equipo juvenil de División de Honor. Fue entonces cuando todo comenzó, cuando un desorientado Valerón cae en la cuenta de que su futuro puede estar en el fútbol profesional; ilusionado pero con los pies en la tierra, Juan Carlos ha encontrado un destino, destino que forjará a base de sacrificio y alegría por disfrutar de una pelota entre sus pies. Así, esa nueva visión, más seria y concienciada de lo que le rodea, cambia incluso su manera de ver el fútbol: de tener de ídolo de infancia a un Maradona en su momento álgido y del que pocas imágenes llegaban a la isla, pasa a fijarse en más aspectos del juego; y es ahí dónde aparece el Dream Team y su filosofía.
Futbolísticamente embaucado, atiende con todo detalle a aquella forma de jugar que le parecía maravillosa, tomando por bandera a Koeman, Romario, Laudrup… Ciertamente, disfrutaba y aprendía con la manera de desplegar el deporte rey que propició Cruyff, dejando atrás a un cada vez más enterrado Maradona que, aunque seguiría siendo su ídolo, para nada era referente. Ese equipo de época ayudó a que su rol como futbolista se desenvolviera como no podía ser de otra forma debido a su personalidad, ayudó a lo que venía apuntando desde hacía tiempo: Valerón no había nacido para meter goles, sino para regalarlos; no había nacido para los focos y la atención, sino para la creación desde una sombra que, paradójicamente, irradiaría luz a cada paso, a cada pase.
Sin concebir el juego desde la agresividad, sino desde el respeto y la perseverancia, tiñendo con honor y bondad cada rastro que dejaba tras de sí, el tímido ‘hermano de Migue’ comienza a brillar por sí mismo en su primer y difícil año de adaptación en Las Palmas con la ayuda de Paco Santana, entrenador del Juvenil y figura clave en el proceso. Poco después, otro de sus grandes valedores, Pacuco Rosales, lo sube al primer equipo, dónde se encontraría de nuevo con Juan Manuel Rodríguez, que desde los juveniles del Arguineguín ya lo había subido a Tercera y que en ese momento es el segundo entrenador del conjunto amarillo. Con la gente adecuada alrededor para una progresión paciente y de pasos certeros, la especial calidad de Valerón terminó por encandilar y pronto se convirtió en símbolo del club y uno de los artífices del celebrado ascenso a Segunda División.
En ese primer año en la categoría de plata nace la leyenda del 21, dorsal que jamás podría a llegar a pensar que se tornaría tan icónico y representativo que incluso Silva lo portaría en honor a su ídolo. Recién abolida la norma que no permitía tener un dorsal propio, a Valerón se le inquirió para que escogiera un número. Sencillo y despreocupado por nimiedades, eligió el que representaba su edad: el 21. Sin más historia, sin mística ni fantasía. Tras un año en Segunda, se muda de islas para jugar en el Mallorca y, tras dos buenos años en el conjunto bermellón, toma rumbo al Atlético de Madrid, dónde se consolida como una de las mayores promesas del fútbol español y comienza a asombrar a sus detractores. De todas formas, no era todavía el lugar para un Valerón que vio como su segundo año en la ribera del Manzanares le deparaba la cara más amarga del fútbol, lo que más le hacía sufrir a alguien tan preocupado por los demás: el descenso de Atlético a la Segunda División española.
Es después del drama que supuso el descenso colchonero cuando el joven prodigio isleño recala en A Coruña, junto con Molina y Capdevila, para fichar por el Deportivo. De la mano de su idolatrado Irureta, guió al Deportivo por Europa con el fútbol de tiralíneas que tan solo él veía, levantó la ‘Copa del Centenariazo’ y encontró, por fin, su lugar, su sitio en el panorama futbolístico nacional: el equipo dónde un delgado y prometedor chico canario introvertido se convirtió en el futbolista que hoy en día toda España admira, como muestran los aplausos que de todos y cada uno de los campos que pisa recibe. Un romántico idilio, Valerón y Deportivo, tremendamente fructífero, visual y efectivo, mágico y natural. Él, que era uno de los mejores y más codiciados jugadores españoles, infravalorado a la vez que querido, había encontrado su equilibrio en un conjunto modesto con ambiciones de talla superior.
Clarividente pasador, Juan Carlos se distinguía como armador de ilusiones desde un modo de vida dentro del juego, el pase, con la creación de espacios como meta a través de la búsqueda del suyo propio dentro del terreno de juego; maestro arquitecto trazador de líneas imposibles que confluyen hacia un único camino, el gol. De jerarquía silenciosa, dejaba que otros se llevaran el protagonismo mientras él disfrutaba, desarbolaba defensas numantinas y construía goleadores en tiempos en los que una línea adelantada era un regalo para sus ojos. Mentalmente prodigioso y visión periférica, pura poesía futbolística en movimiento, la elegancia de un cisne en cada zancada. Hasta que las lesiones aparecieron dispuestas a apagar su luz, al mismo tiempo que la estela de aquel gran Deportivo menguaba y la caída se antojaba insalvable. De la mano, ambos se desplomaban. Aún así, como el club, lejos de ser engullido por un destino cruel y caer al precipicio del olvido, se rodeó de los suyos y luchó, lloró y ganó una batalla sobreponiéndose tenaz a su particular calvario para comandar un Deportivo que intentaba renacer.
Sin embargo, volvió a sufrir esa condena en forma de quirófano y, aunque salió de nuevo victorioso, ya nada sería igual, pues esta vez, la luz que había al final del túnel no era otra que el ostracismo al que Miguel Ángel Lotina le sometió: cuatro temporadas casi sin participación, cuatro temporadas en las que su magia se diluyó entre banquillos. En la última de ellas apareció en las jornadas finales para intentar detener la hecatombe. No fue posible y de nuevo la tragedia de un descenso se cernía sobre él. No obstante, era diferente esta vez; ya no era un joven chico que delega responsabilidades, sino uno de los capitanes de una nave que arrastraba a toda una ciudad a Segunda División.
Todavía sueña con aquel momento, cualquier instante de aquel partido ante el Valencia, cualquier oportunidad convertida que hubiera dado el empate que significaba una permanencia. Y no habría decepción, ni lágrimas sobre el césped, ni una afición desolada.
Después de aquello, muchos, a sus 36 años, con una dilatada y provechosa carrera a sus espaldas, hubieran abandonado el barco que se hunde; o incluso antes, cuando era negado de protagonismo y todo parecía indicar que el destino no le permitiría al Deportivo reverdecer los laureles de la época de bonanza. Sin embargo, su carácter no lo contemplaba. Santo moderno, héroe vivo del deportivismo, eligió para siempre una ciudad que le otorgaría su maná, pues su ideología vital parte de la base de la felicidad y no de la ambición, de un equilibrio entre vida personal y deportiva.
Símbolo concienciado, el Deportivo ha tenido la suerte de disfrutar de un one-club men tardío que representa y tiñe el blanquiazul con el mayor de los honores. Así, el que otrora fuera estandarte de uno de los grandes equipos españoles de los últimos 20 años, cuando muchos podrían pensar en la retirada, siguió impartiendo clases magistrales por los poco lujosos campos de Segunda. De dar lecciones en Old-Trafford o el Allianz Arena a hacerlo en el Pedro Escartín o el Nuevo Arcángel con la misma ilusión que un niño, porque, como su padre le enseñó, “el fútbol no son los grandes estadios ni las grandes competiciones, el fútbol es la gente. Y no importa si son 40.000 o 400 personas, te debes a esa gente que merece el respeto de que le ofrezcas tu mejor fútbol”.
Por eso, golpeado por los años y las lesiones pero todavía con muchas de sus cualidades intactas, su figura se engrandeció de nuevo para otorgar uno de sus últimos regalos al deportivismo, un ascenso que ha sido el triunfo más sufrido, el más necesario. Con la tarea resuelta, el corazón azul y blanco y la conciencia rescatada, afronta el que parece será su último año como futbolista, ya de vuelta en Primera y dispuesto a seguir disfrutando como lo hacía como cuando era un juvenil, como le enseñó su padre, como lo hace cuando toca la guitarra junto a sus hermanos. Hoy, con 37 años recién cumplidos, puede decir que se ha convertido en mito. Un mito que llegó a Galicia para quedarse y permanecer por siempre en la historia blanquiazul. Don Juan Carlos Valerón Santana, rey en el norte, rey de Riazor.